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La Virgen de Guadalupe por Victor Sueiro

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Aqui en Mexico aprendí a amar profundamente a la Virgen de Guadalupe.

Haber podido conocer su Basilica fue un sueño hecho realidad.

Espero que Sofia la ame tanto como yo… y parece que asi será porque la tiene presente permanentemente, como ustedes pueden comprobar en el blog.

Aqui les dejo el relato que hizo sobre la Virgen de Guadalupe el periodista y escritor argentino Victor Sueiro.

Y mañana es el dia de la Virgen de Guadalupe. Aqui, mi manera de honrar a la Bella Guadalupana.

LA VIRGEN DE GUADALUPE
La Mamá de América

Ella se apareció con la enorme magnitud que sólo puede dar la humildad de la mano del amor.
-Juanito. Juan Dieguito… -dijo una voz tan melodiosa como él jamás había oído. No se parecía ni al sonido de las cascadas más perezosas ni al rumor suavecito que inventan los pájaros a la hora de la siesta. Era otra cosa. Además, sonaba una música delicada y desconocida. El indio, llamado por su nombre, apenas se desvió un poco de su camino y fue hacia el lugar del cual provenía la voz. Era el sábado 9 de diciembre de 1531, unos minutos antes del amanecer. El lugar era el cerro Tepeyac, en México, y el hombre se dirigía a la ciudad para oír misa. Cuando acudió a ese misterioso y cálido llamado, alzó la cabeza y se encontró de pronto con «una señora muy bella, con un vestido brillante como el sol, plena de luz y en pie sobre unas nubes», según su relato.

La aparición le dijo dulcemente:
«Juanito, el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María».

Así comenzó todo. Juan Diego, de rodillas, escuchó a la Santa Madre decir que deseaba que en ese lugar se construyera un templo para poder allí prodigar todo su amor, auxilio, compasión y defensa a los que lo necesitaran y en Ella confiaran. Lo instó a llevar ese pedido al obispo. Juan Diego se presentó ante fray Juan de Zumárraga, el obispo de México, y le relató lo ocurrido. El prelado apenas le prestó un poco de atención y, si se la prestó, enseguida le pidió que se la devolviera, porque dijo que no tenía tiempo y que lo escucharía otro día, tal vez.

El indiecito volvió al día siguiente al cerro y, frente a la Virgen, le contó su fracaso. Los relatos tradicionales, publicados por editoriales religiosas, no cuentan con sus reales palabras -supongo que por pudor- la traducción de lo dicho por el indígena. Según Nican Mophua, otro indio de la época en cuyo testimonio escrito se basó toda esta historia, Juan Diego, lleno de amor y desazón, le dijo a la Virgen que nadie le creería a él, ya que:

«Madre, yo soy la mierda de este pueblo». Juanito era todo lo contrario, un puro absoluto, pero explicaba con sus propias palabras que él era demasiado insignificante como para que lo escuchara nadie y, en especial, un obispo.

Casi todos los relatos que se hicieron y se hacen de la aparición de la Santísima a Juan Diego hablan de él como «el indiecito». Esto hizo que se prestara a confusión la edad del aborigen y que incluso en algunas ilustraciones de libritos religiosos se lo dibujara como a un niño. Nada de eso. Cuando esta historia ocurre él tiene 57 años de edad, es casado y hace seis años que se convirtió al cristianismo, con mucha fe, con mucha fuerza, la de los puros. Tal vez eso de llamarlo «el indiecito» sea una manera de acercarnos a su humildad, su calidez infantil y por eso más valiosa.

¿Quién diría de sí mismo, con palabras tan crudas y a la vez inocentes, lo que dijo él para justificar su fracaso con el obispo? María, con dulzura, le recordó que eran muchos los servidores y devotos que Ella tenía pero que quien debía cumplir esa misión: «Debes ser tú, hijo mío, el más pequeño»…
Juanito obedeció. Nuevo fracaso. El monseñor le dijo que, si en verdad era la Santísima Madre quien lo enviaba, que la próxima vez le llevara algo de ella, alguna señal tangible. Hay de todo en la curia del Señor.

Juan Diego se fue muy triste. Al día siguiente tomó por otro camino, ya que debía ir a ver a un tío moribundo al que debía buscarle un sacerdote para que le diera la extremaunción, pero allí también se le cruzó la Señora del Cielo. Con pesar, Juanito le contó del obispo y de su tío. Y la Virgen le dijo:
«Entiende, hijo mío, el más pequeño, que no es nada lo que te asusta y preocupa. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre, tu ayuda y protección? ¿No soy yo la salud? Tu tío ya ha curado de su mal. En cuanto al obispo, junta algunas flores del cerro y tráelas aquí».

El indiecito obedeció. Él no podía saberlo pero, mientras hacía eso, su tío se levantaba de la cama en perfecta salud y alegre, ante la sorpresa de los que lo rodeaban con cara de «se-nos-va-en-cualquier-momento». Pero el verdadero misterio aún no se había producido. Todavía faltaba lo mejor.
Juan Diego subió a la cumbre del cerro Tepeyac y se asombró mucho cuando vio allí, a muy bajas temperaturas y en medio de un suelo de piedra, una cantidad impresionante de rosas. Juntó unas cuantas y las puso en su poncho de color blanco. Las llevó a la Virgen y Ella le dijo que ésa sería la prueba pedida por el obispo de México. «Sólo ante él debes abrir tu manta, hijo mío, el más pequeño, mi embajador».

Al principio ni siquiera lo dejaron entrar en el episcopado, pero luego el aroma de las rosas escondidas en el ponchito les llamó la atención y lo llevaron ante el prelado. Juanito, siguiendo al pie de la letra las instrucciones de la Madre, desplegó su manto por primera vez. Al hacerlo, las hermosas rosas cayeron al suelo y despejaron el poncho, dejando ver en él una imagen perfecta de la Virgen.
Todos los presentes cayeron de rodillas. El obispo Zumárraga puso las palmas de sus manos sobre su rostro y lloró con tristeza y arrepentimiento por no haber creído antes, lo cual, francamente, lo reivindicó de manera plena. Luego llevó el poncho de Juan Diego al altar de su oratorio.

Bajo sus órdenes se construyó el templo pedido por María en el lugar exacto y se le dio el nombre que Ella misma había elegido: Virgen de Guadalupe.
La manta con su imagen, de tejido rústico, se colocó en un cuadro de 1,43 metro de alto, cubierto por un simple vidrio protector. Han pasado desde entonces 468 años y tanto la tela como la imagen se mantienen en perfecto estado, aun cuando eso es simplemente imposible, a menos que medie un milagro.

Las investigaciones científicas que se han hecho, ya en nuestra época y con elementos de alta tecnología, confirman que la fibra rústica del ponchito no puede mantenerse más allá de los veinte años, luego de lo cual se deshilacha o desintegra por el polvo, la humedad y el simple paso del tiempo. Pero ahí está; lo pueden ver si tienen la fortuna de viajar al México lindo y querido. Más aún: en 1921 hubo en aquel templo un atentado en el cual, en el altar donde reposa el cuadro, manos criminales hicieron estallar una poderosa bomba que destrozó en miles de pedazos casi todo lo que había alrededor. Pero no el poncho con la imagen. A pesar del poder del explosivo, ni siquiera se rompió el vidrio común y silvestre que protegía el manto. Un manto al que el doctor Richard Kuhn, premio Nóbel de Química en 1938, analizó con suma prolijidad, para informar luego oficial y científicamente: «Aunque resulte incomprensible, el elemento usado para los colores de esta pintura no es de tipo mineral ni vegetal ni animal. A mí también me resulta incomprensible, y es todo cuanto puedo decir».

De la misma forma, y a través de rayos infrarrojos, la tela fue estudiada por un grupo de científicos de la NASA, quienes determinaron sin dudar tres conclusiones rotundas e igualmente inexplicables:
1. Ese tipo de tela no puede haber durado tanto tiempo de ninguna manera y menos aún en las perfectas condiciones en que está.
2. Esa tela ha sido sometida a estudios de la más alta tecnología y no revela ningún elemento que la preserve o proteja.
3. La imagen que aparece allí no ha sido pintada con pincel o con cualquier otro elemento conocido sino que parece impresa de una sola vez, sin retoques de ningún tipo. Teniendo en cuenta que el hecho ocurrió en el siglo XVI, no se puede saber cómo se imprimió de esa manera.
Eso fue en nuestros días, claro. Al principio era otra cosa.

En el siglo XVI la Iglesia condenó oficialmente el culto de la Virgen de Guadalupe, a la que no reconocían. Los que se atrevieran a honrarla corrían el riesgo de ser expulsados del cristianismo, ya que las autoridades no estaban seguras del origen del fenómeno y desde Europa dudaban de su veracidad. Recuerden que todo esto ocurría apenas 39 años después del descubrimiento de lo que luego sería llamado América. Eran un poco brutos, no como ahora, cuando todos aceptan los milagros sin la menor discusión.

A pesar de las amenazas, el pueblo, emocionado por la historia de la aparición a uno de ellos -Juan Diego-, construyó con barro y paja el primero de los templos, aun ante la oposición de la jerarquía eclesiástica. María le había hablado al indígena en su mismo idioma, no en español, lo que hacía aún más fuerte el amor de ellos a Ella. Y la Virgen devolvió esa devoción con tantos favores y milagros como para que en los diez años siguientes se convirtieran al cristianismo nada menos que seis millones de indios, seguidores de una Virgen que era como ellos y para ellos, sin oros y brillantes, morena y noble como ese pueblo.

Éste es siempre el mayor de los milagros: la conversión.

Mover montañas es más fácil que mover almas. Hacer que esos aborígenes adhirieran con todo su amor a esa Señora Hermosa fue lo que permitió que luego fueran conociendo y amando a Su Hijo, Cristo. A ver si lo decimos con todas las letras de una vez por todas: sin la Virgen y el impresionante sentimiento materno que despertó en todos los indígenas del Nuevo Continente, la conversión al cristianismo hubiera sido muchísimo más difícil de lo que fue. En América, Ella nos enamoró a todos desde el vamos. Y nos sigue enamorando.

Sólo 206 años después de la aparición, en 1737, el papa Benedicto XIV otorgó misa y honores a la Virgen de Guadalupe, proclamada patrona de México. En 1910 se extiende el patronazgo a toda América. Mucho después otro pontífice, Paulo VI, le hace llegar a la Santísima una rosa de oro como prueba de su propia devoción.

El único Papa que visitó a la Virgen de Guadalupe fue, como no podía ser de otra manera, Juan Pablo II, devotísimo de María. Honró a la Madre con emoción y llevó a Juan Diego a los altares.

Esta advocación es originalmente muy anterior a la aparición en América. Un antiguo relato asegura que San Lucas, el evangelista, pintó varios retratos de María cuando Ella aún vivía en el mundo y que una de esas pinturas, hecha sobre madera negra -de allí el color moreno de esta imagen-, era su preferida hasta tal punto que Lucas quiso ser enterrado con ella. Con el paso de los años y el hallazgo de su tumba, encontraron aquel cuadro, al que se fue honrando y defendiendo siglo tras siglo, hasta llegar a España, donde fue hallado en una orilla del río Guadalupe; de allí el nombre.

Ya tenía muchos devotos. Entre ellos, Cristóbal Colón, quien en su diario cuenta que al regresar de uno de sus viajes al Nuevo Continente una feroz tormenta amenazó con hacer naufragar el barco que comandaba entonces, La Niña, pero que elevó los ruegos a «su» Virgen de Guadalupe y el mar se calmó enseguida. Desde sus orígenes fue una advocación considerada muy milagrosa. Y en América, continuó con esa tradición. A propósito del bueno de Colón, casi nadie ha contado que su nombre, Cristóbal, significa «portador de Cristo». Y justito él descubrió el continente que terminaría siendo el más cristiano del mundo. Qué casualidad, ¿no? Está lleno de casualidades, fíjense.

Uno de los milagros más impresionantes que rodean a Nuestra Señora de Guadalupe es que, siglos después de su aparición, un grupo de científicos analizó cada milímetro del poncho con la imagen de la Virgen y descubrieron que había algo en los ojos de la Santísima. Un célebre oftalmólogo francés, el doctor Lauvoignet, fue el primero en observar con un potente microscopio la pupila de la imagen y advertir la figura de un hombre. El hecho desató una investigación que siguió por décadas.

Otro científico, el doctor Tonsman, sacó una foto del ojo de María y la amplió más de dos mil veces. Ante el asombro general, pudieron ver que en esa pupila están reflejadas de una forma microscópica varias figuras humanas: un fraile anciano que se supone es el obispo; otro sacerdote con una mano sobre su barba con gesto de real asombro; varios sacerdotes en otros planos así como un par de indígenas más y el propio Juan Diego desplegando su poncho del que caen las rosas. En una palabra: todos los personajes presentes en el momento de producirse el milagro. Por supuesto, jamás se pudo saber cómo era posible algo así.

Del libro LA VIRGEN milagros y secretos – Victor Sueiro

Si quieren leer más sobre la Virgen de Guadalupe en nuestro blog, les recomiendo…

– Diciembre 2008: «Nuestra Señora de Guadalupe…»

– Diciembre 2006: «Sofia… la indiecita»

Y en junio del 2007, mi tesoro-video más preciado. Tomado en la mismisima Basilica de Guadalupe, Mexico.

 

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Viviana González -

Soy Viviana, mami de Sofia y de Maia. Dueñas las 3 de F, nuestro amor y rey de la casa. Doula, Social Media Mom & WAHM. Este blog está online de manera ininterrumpida desde 2005.

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VivianaSoy Viviana y escribo en este blog desde el 2005. Mamá de Sofía (2005) y Maia (2010). Doula certificada, Social Media Mom, Escritora Freelance & WAHM.
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